El 6 de noviembre de 1985 se convirtió en una historia de vida, no solo porque ese día la Toma del Palacio de Justicia en Bogotá se consumó como un acto infame y una tragedia nacional. Uno no espera algo tan dramático el día de su cumpleaños. El hecho ocurrió bajo la presidencia del doctor Belisario Betancur Cuartas, un humanista y poeta. Sin embargo, la incursión armada, financiada por el narcotráfico, masacró a algunas de las mentes más brillantes de Colombia.
Lamentablemente, sobresale la poca memoria de mis compatriotas, quienes omiten o ignoran que un sector importante de la élite política de la época también tuvo un papel ambiguo en el desarrollo de los sucesos.
Pero ¿a qué viene esta historia?
Me encontraba yo en un viaje de trabajo en Riohacha, departamento de La Guajira. Era un viernes, y me dirigía a la estación de buses de Brasilia esperando el último vehículo climatizado para regresar a Barranquilla. Había sido una semana de arduo trabajo y en casa me esperaban mi esposa e hijos. Fue allí, lejos de la capital, donde me enteré de los sucesos.
Mi angustia era profunda; sentía el país desmoronarse. La inseguridad y la sensación de impotencia que experimenté entonces, se perciben aún hoy, con un Estado vulnerable e incapaz de mantener el orden, la paz y la justicia.
Lo más triste es que, cuatro décadas después, la historia parece repetirse. Hoy tenemos un presidente que, siendo parte de las estructuras criminales que dicen combatir, alcanzó el poder gracias a un discurso populista de lucha de clases, anticorrupción y paz total. Pienso que los colombianos demostramos ser los ciudadanos más ingenuos del mundo al aceptar acríticamente las promesas de un mitómano que, con soberbia y gran irresponsabilidad, dice dirigir los destinos de la patria.
Nuestra justicia y autoridad parecen ser sumisas y complacientes, e incluso están contaminadas de aquello que dicen combatir. De otra manera, no se entiende que la familia presidencial no enfrente el peso de la ley. ¿Será porque dejaron de usar la ruana y ahora visten ropa de marca?
De regreso, en el cómodo y climatizado bus, me quedé dormido. Desperté una hora más tarde al escuchar la algarabía de dos comerciantes dedicados a las ventas por todo el territorio nacional. Mientras departían y conversaban sobre lo bello y hermoso de nuestro país, compartían un delicioso whisky Old Parr de 12 años, que por entonces estaba de moda.
Al ver mi cara de fastidio por interrumpir mi sueño y mi paz, me ofrecieron un trago en un gesto amable y de amistad. Por supuesto que acepté. "Claro, amigos", les dije con sorna. Hablaron de sus innumerables viajes y experiencias: del clima variado, de las aves abundantes y preciosas, de nuestra culinaria excepcional. Sin duda, todo era muy cierto.
Y por un momento, parecía que la tragedia del Palacio de Justicia no estuviera sucediendo en absoluto. Mi furia crecía al contrastar su optimismo con la realidad nacional. Tras el tercer trago, me armé de valor y les manifesté: "He escuchado atentamente vuestra conversación sobre lo hermosa que es nuestra patria, pero ahora necesito decirles algo, y que me escuchen bien. Es solo una hipótesis..."
Hipotéticamente, voy a traer dos grandes barcos en los que caben todos los colombianos, y también todos los japoneses continué, con la mirada fija en ellos. Estos barcos tienen todo lo necesario para vivir cómodamente. Vamos a hacer un cambalache: la población colombiana se muda a Japón, y simultáneamente la de Japón se muda a Colombia.
Los japoneses, que no tienen las bellezas de nuestra geografía, se beneficiarán de ellas. Y nosotros, aquí, de la tecnología e industria de Japón: su tren bala, sus aeropuertos de gran lujo, sus vías impecables.
Pero ¿dónde está el detalle? pregunté, elevando la voz. Hipotéticamente se puede hacer, y solo necesitamos ver qué sucede un par de años después.
Colombia se volverá un país de lujo. Y Japón, ustedes me disculpan, ya no tendrá tren bala: lo destruyeron. Ya no funciona, ni hay repuestos. Se robaron los lavamanos, no pagan los boletos, las calles están llenas de basura y los arroyos inundan el mar con su contaminación. ¡Qué vergüenza! Y los americanos felices comprando “made in South American Japan” de todo: ganado, flores y electrónica.
Y es que, amigos, un país no lo hacen sus aves, ni sus ríos, ni sus ecosistemas. Lo hace su gente. Necesitamos entenderlo. Es nuestra cultura autodestructiva, que solo sirve para quejarte y culpar a los demás, como hace el señor Petro: "yo no lo crié", "es que no me entienden", "no hacen lo que les dije". Queja tras queja.
No asumimos la responsabilidad que tenemos. Esto no ha cambiado en 40 años, y por eso, aquí estamos. Antes no era peor que ahora, señor Petro. Si usted tiene palabra, debe renunciar. No lo hace porque no tiene pelotas. Y que lo diga la Yepes.
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