"Luzbel soy yo, ese es mi nombre. Ser Satán es mi trabajo.". Esa frase, dicha con voz grave en un video que circula en redes sociales, podría pasar por una línea de cine o un arrebato de fanatismo. Pero si se escucha con atención, guarda una idea poderosa: ¿y si el diablo no es una figura malvada por naturaleza, sino una función, un rol? ¿Y si no vino a destruirnos, sino a reflejarnos lo que no queremos ver? Tal vez no sea enemigo. Tal vez sea espejo.
En las raíces del pensamiento judeocristiano, Satán, no era el nombre de una criatura maligna, sino un título: “el adversario”, “el acusador”. Era el encargado de señalar lo que no estaba bien, de poner a prueba al ser humano. En el libro de Job (Job 1:6-12), por ejemplo, aparece como alguien que cumple una misión dentro del plan divino, no como un rebelde autónomo. En ese sentido, su presencia no representa el caos, sino el conflicto necesario para revelar el carácter. Un funcionario incómodo del orden cósmico.
Con el tiempo, la figura de Luzbel, ese ángel que cae por orgullo y la de Satán, se mezclan. Pero hay algo sugerido en separar nombre de función. Luzbel, “el portador de luz”, representa la belleza que se extravía, la inteligencia que se vuelve contra sí misma. Satán, en cambio, es el encargado de hacerte tropezar. Pero no por maldad: por necesidad. Porque nadie conoce su fuerza hasta que se le opone una piedra.
El psicoanalista Carl Jung hablaba de “la sombra”: aquello que cada persona reprime, esconde o niega de sí misma. No es necesariamente maldad, pero sí verdad no dicha. Y el proceso de crecimiento interior decía Jung, pasa por integrar esa sombra, no por eliminarla. En ese sentido, el “diablo” no está afuera, sino adentro. Y su función no es castigar, sino mostrar.
Tal vez por eso la imagen del diablo se vuelve tan potente en la cultura. Es seductor porque nos enfrenta con lo que más tememos de nosotros mismos: el deseo, el orgullo, la rabia, la vanidad, el ansia de control. No viene a tentar, viene a revelar. Es un espejo: si lo miras fijamente, no ves cuernos, ves tu rostro.
Esta mirada no pretende justificar el mal, ni convertir al adversario en un aliado. Pero sí puede ayudar a comprender que muchas veces lo que nos incomoda no es tanto el enemigo, sino lo que él señala. Lo que proyectamos sobre él.
Como enseñan los antiguos constructores, nada se eleva sin antes nivelar el terreno. Y ese terreno es el alma.
Por eso, más allá de credos, la lucha con el “diablo” no es contra otro, sino con uno mismo. Y solo quien logra atravesar su sombra puede aspirar a sentarse, como dice la promesa, “a la diestra de Dios”. No como premio, sino como consecuencia de haber pasado por la oscuridad sin perder la luz.