En un momento de creciente polarización política, el presidente Gustavo Petro ha hecho un llamado que, a primera vista, parece promover la paz. Sin embargo, al profundizar en su discurso, se revela un ultimátum disfrazado que pone en tela de juicio su compromiso genuino con la reconciliación.
Petro afirmó: “No quiero este desenlace que propone el cartel de las corbatas. Hace 35 años firmamos la paz y paz es lo que quiero para el país”. Sin embargo, al presentar tres alternativas para el futuro de Colombia—regresar a un pasado violento, imponer cambios a la fuerza, o dialogar para lograr la paz—la opción de la coerción no puede ser ignorada. Al introducir la posibilidad de recurrir a la fuerza, el presidente da a entender que quienes no estén de acuerdo con su visión podrían enfrentar consecuencias graves.
Este tipo de retórica es alarmante y revela una falta de fe en el proceso democrático. La democracia se basa en el diálogo y la colaboración, no en la intimidación. La ambigüedad en el mensaje de Petro puede ser vista como un intento de presionar a quienes se oponen a su agenda, sugiriendo que la falta de acuerdo podría llevar a un uso de la fuerza. Este enfoque no solo es contraproducente, sino que también erosiona la confianza pública, esencial para cualquier gobierno que aspire a ser legítimo.
La historia reciente de Colombia está marcada por la violencia, y las cicatrices del conflicto aún son visibles. Aunque Petro busca promover un “Acuerdo Nacional”, su disposición a utilizar la fuerza plantea serias dudas sobre su compromiso con una paz duradera. En lugar de unir a la nación, su discurso puede perpetuar la división, al hacer que muchos sientan que no hay espacio para la discrepancia en su administración.
Los ciudadanos, en su diversidad de opiniones, han comenzado a cuestionar las intenciones detrás de este mensaje. Para algunos, podría parecer un esfuerzo legítimo por encontrar la paz; para otros, es una advertencia clara de que no se tolerará la disidencia. Este tipo de mentalidad es peligroso en un país que ha luchado tanto por la paz y la estabilidad.
El verdadero reto de Petro es demostrar que su llamado a la paz no es simplemente un lema vacío, sino un compromiso serio por un diálogo inclusivo. La paz no puede ser impuesta; debe ser el resultado de un esfuerzo colectivo donde todas las voces sean escuchadas y valoradas. Si el presidente no abandona este enfoque autoritario, el camino hacia la paz se verá obstaculizado por la desconfianza y la resistencia.
La historia nos ha enseñado que las amenazas y la coerción solo conducen a más violencia y resentimiento. Es momento de que el liderazgo colombiano busque construir un futuro en el que el diálogo y el entendimiento sean los pilares, y no la intimidación. La democracia exige más que palabras; requiere acciones que fomenten la confianza y la participación.