El amanecer en Bogotá era gris y frío, como casi todas las mañanas. Desde la ventana de su apartamento en un barrio exclusivo de la ciudad, Julieta Luna García miraba la neblina cubriendo los cerros, mientras el aroma del chocolate caliente llenaba el comedor. Pero su mente estaba lejos. En otro lugar donde la brisa es tibia y huele a cayeye con mantequilla, donde el sonido de los buses se mezcla con tambores y flautas de millo, y donde su apellido pesa, pero no por política, sino por Carnaval.
No importaba que Julieta hubiera crecido en la fría Bogotá, con un padre cachaco que solo habla del Congreso y de debates. En sus venas corre la sangre de su abuela, su tía y su mamá, todas reinas del Carnaval. La monarquía del goce y la sabrosura. Desde niña había aprendido que el Carnaval no era solo una fiesta, era una herencia.
—Mami, ¿ya es hora? —preguntó Julieta con impaciencia. —Sí, mi princesa, nos vamos pa’ Barranquilla —respondió su madre con una sonrisa.
No importa cuántos años lleve en Bogotá, Julieta se siente barranquillera hasta la médula. Lo siente cuando ve jugar al Junior, cuando escucha una cumbia, cuando llega febrero y el Carnaval la llama de vuelta a la arenosa.
A kilómetros de allí, en el barrio Terranova de Soledad, el sol iluminaba la casa de Elías David Rebolledo Fontalvo. Este despertó sin abrir los ojos, porque en su sueño seguía bailando. Su mamá lo encontró enredado entre las sábanas con el disfraz de Monocuco aún puesto.
—Mijo, usted va a amanecer convertido en un Monocuco de verdad. —Mamá, los Monocucos no duermen, maman gallo y se burlan de la gente —dijo con seriedad, soplando su pito carnavalero. ¡Mañana es la Batalla de Flores!
Elías no necesitaba que nadie le dijera que el Carnaval era suyo. Lo traía en la sangre, como todo hijo del barrio Montecristo. Su abuelo había sido cumbiambero, su tío Octavio Fontalvo, un líder social quien era un reconocido hacedor del carnaval, y él, con solo 13 años, ya vivía pa’ la fiesta. En su mundo no había vestidos de gala ni títulos de realeza, pero sí ritmo, alegría y una identidad que latía con cada golpe de tambor.
Además de su amor por el Carnaval, Elías era buen estudiante de séptimo grado en el Colegio Metropolitano de Soledad. Cada tarde, después de las clases y las tareas, agarraba su mochila y emprendía camino pa’ Montecristo, donde ensayaba con su comparsa, Los Auténticos Monocucos de Las Nieves. Un viaje que era un sacrificio, sí, pero que él asumía con orgullo. Porque cada gota de sudor se convertía en un nuevo paso de baile en el desfile.
En su casa, el Carnaval no solo se goza, también se trabaja. Su mamá, Elizabeth Fontalvo, pasaba los días atendiendo en el salón de belleza a mujeres que querían verse regias pa’ la temporada de fiesta. Su papá, mesero, terminaba molido en las noches de precarnaval, sirviendo a turistas y parranderos. Pero en esos días todo valía la pena. La ciudad entera se volvía una pista de baile.
Llegó el día de la Batalla de Flores. Desde su palco, Julieta veía pasar el desfile con emoción. No estaba en una carroza, ni en una comparsa, ni disfrazada de gorila. Estaba en el palco, junto a su abuela, la Reina Madre carnavalera “Mirela” Caballero, y su abuelo, el sibarita caribeño Agust García. Pero allí, entre los colores y la música, seguía siendo parte del Carnaval.
En la Vía 40, Elías bailaba con energía desbordante, sintiendo el calor del asfalto en los pies y la brisa en el rostro. No importaba el cansancio, la comparsa seguía avanzando y él seguía bailando, porque en su familia el Carnaval es pasión. Sus padres, sus tíos, sus primos, todos estaban metidos en la fiesta.
Horas después, cuando la música bajó el ritmo y la comparsa terminó su recorrido, Elías se dejó caer en el bordillo, sudado pero feliz. A su lado, Julieta, con los pies colgando, se quitó las sandalias y suspiró. Se miraron y sonrieron. No importaban los palcos ni las calles, los disfraces ni las clases sociales. En el Carnaval, todos eran barranquilleros, todos eran parte de la fiesta. La amistad no tenía barreras, y el Carnaval mucho menos.
—Bailaste como todo un Monocuco auténtico —dijo Julieta. —Y tú gritaste como toda una princesa del bordillo —respondió Elías, riendo.
A su alrededor, la ciudad seguía vibrando. En el aire flotaban ecos de tambores y millo, risas y abrazos de desconocidos que, por cuatro días, se convertían en familia. Porque en Barranquilla, el Carnaval no era solo una fiesta: era un pacto de alegría, una tregua donde nadie preguntaba de dónde venías ni cuánto tenías, solo si sabías gozar.
Julieta y Elías se quedaron en el bordillo un rato más, viendo pasar a los últimos danzantes y escuchando a la gente cantar. No necesitaban más palabras. Entendían que, aunque sus mundos fueran distintos, en el Carnaval eran iguales. Y eso, más que cualquier título o disfraz, era lo que los hacía barranquilleros “de verda, verda”.